Dra. Karen Almanza-Vides/Docente-Investigadora/Universidad de La Guajira
Para dar respuesta a este interrogante abordaré dos criterios. El primero, tiene que ver con factores estrictamente geográficos. Colombia y Venezuela son naciones contiguas, que comparten ecosistemas riquísimos, magníficos equipajes étnicos sustentados en culturas indígenas milenarias y fronteras vivas. Nuestros puntos de encuentro y desencuentro, algunos con existencia previa a la delimitación de las líneas imaginarias, se han convertido en lo que Benedetti conceptualizó como un Lugar de Frontera, una Aglomeración binacional.
Tal aglomeración nos permite adentrarnos al segundo criterio, el socioeconómico. Esta aglomeración se sustenta en procesos sociales y económicos binacionales que surgen de una serie de elementos artísticos, comunicacionales, saberes, sentires, gustos, rituales, tradiciones y rutinas; que nos han convertido en más que naciones vecinas, en naciones hermanas.
Y como buenos hermanos y hermanas, en los momentos en el que uno o una de los dos se encuentra en dificultades, debemos apoyarnos, ser solidarios. Y así ha sido, en los tiempos en los que la guerra ciega y sorda que azotó a la población colombiana, les hizo huir de sus hogares en el medio de la noche oscura, o simplemente no encontraban trabajo u oportunidades para mejorar sus condiciones de vida; la mano de la hermana república venezolana nos fue extendida y recibió a más de 700.000 colombianos y colombianas en su tierra.
En la actualidad son ellos quienes nos necesitan y al igual que nosotros, no son culpables de la situación que vive su país. La inestabilidad política, la precariedad social y la crisis económica que el Fondo Monetario Internacional catalogó como uno de los 20 desastres económicos del mundo; les ha vuelto vulnerables, ha fracturado lo más valioso para un ser humano, sus familias, ha decapitado sus finanzas y los ha obligado a emprender un camino hacia lo desconocido buscando sobrevivir.
Hablemos con cifras
Entre 2012 y 2015 la Cancillería Colombiana afirmó que hubo alrededor de 9000 colombianos deportados de Venezuela, en agosto de 2015 el mandatario venezolano ordena el cierre de fronteras con Colombia, y miles de nuestros connacionales regresan por temor al régimen.
Entre 2017 y 2020 se ha quintuplicado la población venezolana en el país, y de acuerdo con Caritas Venezuela, los ciudadanos que permanecen en su país están en riesgo de vulnerabilidad, viven la normalización de la pobreza día tras día, donde el venezolano medio ha perdido 10 kg de peso, el 90% de los hogares tiene una dieta pobre, del cual el 41% pasa el día sin comer y el 62% busca comida en la calle en lugares inapropiados.
Esto ha hecho, según la entidad, que Venezuela esté “exportando migrantes en estado de malnutrición aguda y madres embarazadas en la misma situación, que van a tener hijos también con malnutrición grave”, lo cual implica un desafío adicional para su incorporación económica y social en Colombia.
En este escenario, la hermana República de Colombia se presenta como una alternativa bien sea como tránsito hacia otros destinos, para radicarse o bien para adquirir productos de primera necesidad como compra de víveres y medicamentos o para buscar atención médica en las zonas de frontera; alternativas que cualquiera de nosotros tomaría si estuviera en su situación.
Para acentuar su vulnerabilidad, apareció el Covid-19 como una pandemia mundial, y cuando casi dos millones de nuestros hermanos y hermanas venezolanos lograron crear o beneficiarse de condiciones aceptables u óptimas para quedarse en la hermana república colombiana, deben enfrentar nuevamente un estado de inestabilidad abismal porque Colombia también se ha debilitado. De acuerdo con el DANE el desempleo ha llegado al 20% y de acuerdo con el Centro de Investigaciones Económicas de Fedesarrollo, la contracción de la actividad económica estará entre el 2,7% y 7% para el 2020.
Es así, que los caminos que muchos tardaron en recorrer caminando por cinco o seis semanas, tuvieron que ser emprendidos nuevamente, pero de retorno; unos a pie, otros en vehículos dispuestos por las autoridades colombianas o contratados por ellos ante la desesperación al haber sido desalojados de sus casas o quedarse sin trabajo; bajo la advertencia por parte de Migración Colombia de ser sujetos de una sanción administrativa, que incluso podría llegar a la imposición de una medida de deportación o expulsión.
Alrededor del 5% de ellos ha tenido que retornar, el resto aquí permanece, algunos cuestionándose hasta cuando aguantar y otros que lograron mejores condiciones económicas, esperando lo mejor para quienes tuvieron que volver.
Han sufrido hasta para regresar a su país, se les ha tildado de traidores de su patria, de “armas biológicas”, han sido amenazados con que al volver a su tierra deberán pasar la cuarentena en la cárcel y se les han cerrado o condicionado su paso con los corredores humanitarios instalados en los puntos de control fronterizo, teniendo que esperar largos días a la intemperie y con hambre para poder cruzar al otro lado incierto y al lograr cruzar la frontera, efectivamente se ven obligados a permanecer en lugares inhóspitos.
Entonces, ¿Qué pasará con los que se tuvieron que ir, cuando la cuarentena en Colombia acabe? Volverán? ¿Se quedarán en su país? Creo la respuesta es obvia. Nuevamente su miedo al hambre será superior a las interdicciones de los Estados, a la venezolanofobia que les señala como diseminadores de la enfermedad o como una carga para el Estado colombiano.
Sus ganas de salir adelante y brindar un mejor futuro a sus hijos serán superiores al miedo a enfrentar las condiciones adversas como caminantes o a los riesgos que corren en los pasos fronterizos informales donde grupos ilegales les convierte en victimas de trata de personas, les cobran por usar “sus” rutas y quien no pague puede ser castigado incluso con la muerte.
Esta novísima situación supone un desafío y co-responsabilidad no solo para el Gobierno colombiano, sino que también para la sociedad civil. Por un lado, se requiere el asistencialismo para dar respuesta a sus necesidades más básicas; que de acuerdo con el Grupo Interagencial sobre Flujos Migratorios Mixtos (GIFMM), son alimentación (95%), apoyo de vivienda, por ejemplo, ayuda para pagar el arriendo (53%) y acceso a empleo o medios de vida (45%).
Para ello Cooperación Internacional está haciendo un excelente trabajo, a su vez el gobierno del presidente Duque ha generado espacios sociales y normativos para la inclusión e integración de la migración venezolana, pero se requiere un mayor esfuerzo.
Y como sociedad civil debemos al menos garantizarles el reconocimiento y respeto por sus derechos y obligaciones, incentivar un imaginario positivo hacia la migración y una integración sistémica donde población de acogida e inmigrantes nos reconozcamos como hermanos y hermanas.
Es cierto que ambos, colombianos y venezolanos, estamos atravesando condiciones adversas, pero esto debe suponer unirnos para enfrentarlas como una sociedad sistémica. La prevalencia de procesos y artefactos estrictamente económicos sobre las personas no nos permite construirnos como sociedad.
La migración llegó para quedarse y estamos en el mismo barco. Fijarnos un objetivo común y enfocar nuestros esfuerzos, respetando los derechos y responsabilidades de todos, determinará nuestra victoria como sociedad.